AUTOR  | Juan Pimentel. Investigador científico CSIC

El mito sobre el annus mirabilis forma parte de la gran narrativa de la ciencia moderna, aquella vieja historia de mentes preclaras, genios aislados y momentos de eureka, esos instantes cercanos a la epifanía, la revelación o manifestación de una verdad oculta

Como era de esperar, se habla mucho del annus mirabilis, el gran año pese a la adversidad, el momento del feliz hallazgo y de la luz en medio de la tormenta. El annus mirabilis de Einstein fue 1905, cuando enunció la teoría de la relatividad especial y descifró los fundamentos de la mecánica cuántica.

Pero el annus mirabilis por antonomasia en historia de la ciencia es el que vivió Isaac Newton retirado en su hogar materno en Woolsthorpe (Linconshire), donde había nacido y pasado la infancia. En 1665 Inglaterra se vio asolada por una epidemia de peste. Londres sufrió la peor parte, pero muchas otras ciudades fueron también castigadas. Como toda la universidad de Cambridge, Trinity College canceló las clases y el joven Newton vivió confinado en aquella aldea unos 18 meses, de modo que el primer efecto milagroso de aquel año fue su duración, un año y medio. Si lo oye algún padre lo mismo sale al balcón, pero no para aplaudir sino para tirarse.

En aquellos meses, el joven Newton, apartado del mundo y con apenas 23 años, realizó grandes progresos en su teoría de las fluxiones (un apartado importante del cálculo infinitesimal), sentó las bases de la mecánica celeste, dio con la ley de la gravitación universal y realizó el experimento crucial de su óptica, la descomposición de la luz blanca, probando que los colores primarios no se alteraban tras una segunda refracción. No hay nada como que cierren las aulas. Las teleclases no hacen más que impedir que el confinamiento sea real y por lo tanto productivo.

El mito sobre el annus mirabilis forma parte de la gran narrativa de la ciencia moderna, aquella vieja historia de mentes preclaras, genios aislados y momentos de eureka, esos instantes cercanos a la epifanía, la revelación o manifestación de una verdad oculta. En mi barrio al eureka se le llamaba caerse del guindo o atar cabos.

Lo cierto es que la física y la óptica newtonianas precisaron de grandes operaciones de propaganda y difusión para instalarse en las islas y más aún para imponerse en el continente. Newton fue sin duda un genio, pero de esos que emocionalmente viven en estado de aislamiento permanente. Era colérico y no soportaba que le contrariaran. Al principio su experimento crucial fue replicado sin éxito en muchos lugares. Solo tras largas décadas de lucha sus tesis se impusieron en París, el bastión de los cartesianos.

La ciencia es una práctica social. Y conviene recordarlo en estos días de soflamas heroicas sobre el aislamiento. La cuarentena jamás procuró que un experimento o una teoría lograran éxito, pues lo que garantiza el éxito en ciencia es precisamente lo contrario, la circulación. De hecho, aunque parece que determinadas teorías o prácticas se vuelven planetarias porque son verdaderas o correctas, sucede más bien lo contrario: consiguen parecerlo o serlo porque antes se universalizaron.

Otra cosa es que la ciencia o cualquier actividad artística, manual o intelectual, cualquier exploración del entorno, descripción ajustada de los fenómenos naturales o sociales, cualquier indagación mínimamente consistente, cualquier actividad creativa, cualquier trabajo bien hecho, caramba, exija tiempo, esto es, concentración, observación detenida, ensayos, errores, trabajo, miles de horas de trabajo. Contra eso suelen conspirar los cientos de correos electrónicos, las interminables reuniones de trabajo, los aparatos institucionales, los exagerados informes que debemos rellenar quienes nos dedicamos a la investigación. Algún día pagaremos el precio de tanta retórica vacía y tanto obstáculo burocrático, si es que no lo estamos haciendo ya. A veces, para trabajar, todos necesitamos regresar a Woolsthorpe.